domingo, abril 29, 2007

El vendedor de pizarrones

Santo Domingo, República Dominicana. Un hombre abre la puerta del garaje de su casa. No sé su nombre, pero me gustaría que se llame Amador, y así voy a decirle.

Amador no tiene auto. Dentro del estacionamiento hay sólo pizarrones. Verdes, para tiza; blancos, para marcador; de corcho, para chinches. Cada uno de diversos tamaños. Algunos son mitad blancos mitad de corcho, pero son los menos.

Supongamos que Amador tiene dos hijas, Ydelvys y Yomara. Su mujer, Rosa, debe haber muerto en el último año. Paul es el sobrino de Rosa; tiene 21 años. Amador aparenta entre 60 y 70. Paul ayuda a Amador en la ¿pizarronería?. Supongamos que Paul es el sobrino de Amador, y que éste le insiste a Paul para que trabaje con él, para alejarlo "de las drogas y las malas amistades". Iluso.

Cerca de las 11, un grupo de cuatro hombres entra al garaje/local. Tres de ellos son argentinos: Amador reconoce enseguida el acento. El cuarto es dominicano, moreno como él. Amador cree conocerlo. Horas más tarde recordará que fue compañero de escuela de su hija Ydelvys; lamentará no haberlo saludado. Los argentinos son los primeros clientes del día. Si serán los únicos Amador no lo sabe todavía, pero lo sospecha.

Los argentinos le piden tres pizarrones blancos, de distintos tamaños. Los necesitan para una oficina en el pueblo de Las Galeras, cerca de la ciudad de Samaná. Están filmando una película, o algo así, le dicen. Amador le da la orden a Paul de que le traiga café a los argentinos. Paul, malhumorado, se coloca su gorra, levanta sus cientocuatro kilos de su silla y entra a la casa.

Amador se debe sentir feliz. Adora la Argentina. Trata de demostrarle a sus nuevos clientes todo lo que sabe de ella. Habla de Perón, de Gardel, Libertad Lamarque; curiosamente, no menciona a Maradona. Su perorata aguda empieza a acelerarse. Salta al tema que más le apasiona: la política de su país. Despotrica contra Trujillo, Balaguer, Hipólito Mejía y todo dirigente dominicano que haya gobernado alguna vez. Uno de los argentinos sofoca una risa. Amador se da cuenta, pero eso no le impide continuar con su monólogo. El argentino, el más joven de los tres, se dirige al exterior del garaje. Lejana, se escucha una carcajada. Los otros dos argentinos no pueden reprimir una sonrisa y una mirada cómplice. Amador entiende la situación pero no puede dejar de hablar. Les cuenta de Rosa, de los años setenta en Santo Domingo, de sus vecinos haitianos, de los amigos de Paul.

Los argentinos se llevan finalmente cuatro pizarrones blancos (uno pequeño y los tres más grandes que tiene Amador) y dos de corcho. Paul vuelve con el café cuando los argentinos se están yendo. No pueden esperar, tienen que seguir haciendo compras. Mientras mira alejarse la camioneta de los argentinos (con un poco de nostalgia, no sabe por qué), Amador agarra una taza y toma el café tibio de un trago.